Ya en
el siglo IV, algunos Padres de la Iglesia amonestaban a los cristianos para que
no se divinizase la figura de María porque ella «era el templo de Dios, y no el
Dios del templo» (San Ambrosio, El Espíritu Santo ,III, 78-80).
No
obstante estas advertencias, los predicadores no tuvieron freno en el pasado a la
hora de alabar y exaltar a la virgen. Abusando de la expresión atribuida a Bernardo
de Claraval: -De María no se habla nunca dernasiado-, a los predicadores les faltó
el pudor de callar.
La muchacha
de Nazaret, que había proclamado que el Señor «derriba del trono a los poderosos»
(Lc 1,52), ha llegado a ser repetidamente entronizada y coronada como reina, con
coronas de retórica que le han deformado la figura. «La sierva del Señor» (Lc 1,38)
ha sido llamada «Reina del cielo», atribuyendo a la virgen por excelencia el título
que en la Biblia se le dio a la licenciosa Astarté (Ishtar), diosa del amor
y de la fertilidad (Jr 7,18).
Los innumerables
títulos y privilegios, añadidos uno a otro durante siglos, han terminado por sepultar
a la madre de Jesús bajo un cúmulo de detritos piadosos que ha impedido ver lo que
María era, cuando todavía no sabía que era la Virgen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario