Los
escasos apuntes sobre María contenidos en los evangelios ofrecen el retrato de una
mujer bien distinta de la mujer omnisciente que sabe ya lo que debe decir y hacer,
pues todo está escrito en el guión preparado para ella por el Padre eterno.
En realidad
en los evangelios se dice muchas veces que María no comprendía lo que le estaba
sucediendo, desorientada por la sacudida que había provocado su hijo Jesús en
su vida y en su fe.
María había
acogido el mensaje de Dios anunciado por el ángel en Nazaret y se había fiado de
él .(“Cúmplase en mí lo que has dicho», Lc 1,38). Pero no imaginaba cuánto le
iba a costar y qué llevaría consigo creer en aquella palabra.
La primera
sorpresa se la dan los pastores de Belén cuando nace Jesús.
Estos pastores
eran considerados los rechazados de la sociedad y tratados como pecadores por excelencia,
porque, a fuerza de estar con las bestias, también ellos se habían bestializado.
Excluidos del reino de Dios, se creía y se esperaba, que serían eliminados con
la llegada del Mesías, venido para destruir a los pecadores. Esta gentuza refiere
a María y a José -las palabras que le habían dicho acerca de aquel niño-,
(Le 2,17) cuando -un ángel del Señor- (Lc 2,9) les anunció, los primeros, el nacimiento
de Jesús.
En lugar
de decir que había llegado el Mesías justiciero, con la hoz en mano para abatir
y quemar los árboles que no dan fruto, el ángel animó a los pastores (“no ternáis”),
anunciándoles: «Os ha nacido un salvador» (Lc 2,10-11).
Precisamente
para ellos, los pecadores que esperaban el castigo de Dios, se reserva una «gran
alegría» (Lc 2,10), porque el Señor ha venido a salvarlos.
La reacción
a estas palabras es de gran desconcierto: “Todos los que lo oyeron quedaron
sorprendidos de lo que decían los pastores” (Lc 2,18).
Hay algo
que no cuadra.
Desde siempre
la religión había enseñado que Dios premiaba a los buenos y castigaba a los
malos, sobre los que “haría llover ascuas y azufre, y les tocaría en suerte
viento huracanado” (Sal 11,6).
¿Qué es
esta novedad de que el hijo de Dios sea anunciado como “el salvador” precisamente
de estos pecadores?
A María,
el ángel le había asegurado que Dios daría a Jesús “el trono de David su padre»
(Lc 1,32), lo que significaba que no solo reinaría, sino que se comportaría como
David, el rey enviado por Dios para “dar sentencia contra los pueblos, amontonar
cadáveres y quebrantar cráneos sobre la ancha tierra” (Sal 110,6).
¿Cómo, pues,
los pastores aseguran, sin embargo, que “la gloria del Señor los envolvió de
claridad” (Lc 2,9)?
Todos, incluida
María, se sorprendieron de esta novedad, que ella, sin embargo, no rechaza: “María,
por su parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándolo en su interior»
(Lc 2,19).
Pero las
sorpresas no han acabado.
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