5/31/2013

EL ÚLTIMO PROFETA. Juan Bautista.



Cuando Dios interviene en la historia evita cuidadosamente los lugares sagrados y sus presuntos representantes, que se muestran siempre como los más sordos y hostiles a su palabra. 

El Señor escoge lugares y personas normales, como escribe con gran ironía el evangelista Lucas, que inserta las elecciones de Dios en un escenario pretendidamente redundante: -El año quince del gobierno de Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide y Lisanio tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, un mensaje divino le llegó a Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto. (Lc 3,1-2). 

Después de haber presentado a los siete grandes de la tierra y haber creado en el lector la expectativa de saber a cuál de estos poderosos se dirigiría el Señor, el evangelista muestra que la palabra de Dios no desciende a los palacios más o menos sagrados del poder, sino al desierto, a Juan. 

Hijo de un sacerdote, una vez llegado a la edad de veinte años, Juan debería haber ido al sanedrín para que se verificase, mediante un cuidadoso examen, que no tenía ninguno de los ciento cuarenta y dos posibles defectos físicos enumerados en el libro del Levítico y fuese consagrado sacerdote, perpetuando así el sacerdocio de su padre Zacarías. 

Pero Juan no será un hombre del culto como su padre. 

Consagrado por el Espíritu Santo ya desde el vientre de su madre, él es el profeta que, en abierta contestación con el templo, irá a predicar al desierto la necesidad de un cambio de vida para acoger el inminente reino de Dios El Espíritu santo, oculto en el templo, se manifiesta con fuerza en el desierto, y el efecto de la predicación de Juan es tal que “acudía en masa la gente de Jerusalén, de toda Judea y de la comarca del Jordán” (Mt 3,5), respondiendo a su invitación”a un bautismo en señal de enmienda, para el perdón de los pecados” (Mc 1,4). 

Obviamente las autoridades se cuidan bien de creer al “enviado de Dios” (Jn 1,6), cuya llamada a la conversión será, sin embargo, acogida por la escoria de la sociedad: “los recaudadores y las prostitutas” (Mt 21,32). 

“Todos los habitantes de Jerusalén” (Mc 1,5) comprenden que el perdón de los pecados no es concedido por un rito litúrgico en el templo, sino por el cambio de comportamiento, como había anunciado el profeta Isaías: “Cesad de obrar el mal, aprended a obrar el bien ... Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como nieve” (Is 1, 17-18). 

Y los habitantes de Jerusalén se alejan de su ciudad, centro de la institución religiosa, para unirse a Juan en el desierto donde, con la inmersión en el río Jordán, expresan públicamente el compromiso de un cambio de vida que obtiene para ellos la cancelación de sus pecados. 

El éxito popular de la predicación del Bautista será, sin embargo, también la causa de su muerte. 

Las autoridades religiosas (“el poder de las tinieblas”,(Lc 22,53), siempre listas para percibir las luces del Espíritu y sofocadas, están alarmadas; desde Jerusalén, los jefes envían, junto con los sacerdotes, a los levitas, que constituían la policía del Templo, para interrogar torpemente a Juan: “¿Tú, ¿quién eres?” (Jn 1,19).
Tranquilizados porque Juan había respondido que no era el Mesías, “algunos de los enviados del grupo fariseo” ponen en tela de juicio entonces su actividad: “Entonces, ¿por qué bautizas, si no eres tú el Mesías ni Elías ni el Profera?” (Jn 1,24-25). 

Aunque no es el Mesías, Juan ha suscitado un movimiento popular considerado un peligro para la institución religiosa, que provee a la eliminación de este antagonista del Templo, luchando con las armas típicas del poder religioso: el descrédito por parte de la gente y la denuncia a las autoridades civiles. 

La difamación del incómodo profeta ha sido posible también porque la sintonía entre el Bautista y la gente ha durado poco tiempo y, antes de que Herodes le quitase la cabeza. 

Juan había perdido ya la reputación. 

Pasado el entusiasmo por el profeta demasiado exigente, la gente considera ya que Juan es un loco que “ni come ni bebe y dicen que tiene un demonio dentro” (Mt 11,18). 

Esta calumnia ha hecho pasar a la historia a Juan el Bautista como el gran asceta que ni come ni bebe. 

Los evangelistas afirman claramente que Juan comía, y que “se alimentaba de saltamontes y miel silvestre” (Mt 3,4). 

El Bautista comía lo que el desierto ofrecía, sin las preocupaciones y los escrúpulos religiosos de Judas, el heroico jefe llamado el “Macabeo” (apodo que significa “martillo”), que, retirado al desierto, se “alimentaba solo de hierbas del campo, para no contaminarse” (2 Mac 5,27). 

La alimentación de Juan no tiene ninguna connotación ascética y mucho menos penitencial, pues representa el alimento habitual de los nómadas palestinenses. 

Alimentarse de saltamontes era hasta tal punto normal que se aconsejaba en la Biblia: “Podéis comer los siguientes: la langosta en todas sus variedades ... », Lv 11,22), y entre las especialidades culinarias de la comunidad monástica de Qumrán estaban también las langostas “puestas en el fuego o en el agua, mientras todavía están vivas” (Doc. Dam. 12,15). 

La miel de las abejas de la selva era, además, un alimento tan energético que se había convertido en el signo del cuidado de Dios por su pueblo: “Los alimentó con la cosecha de sus campos; los crió con miel silvestre, con aceite de rocas de pedernal» (Dt 32,13). 

Con relación al vestido, hecho “de pelo de camello, con una correa de cuero a la cintura” (Mt 3,4), hay que decir que ésta era la indumentaria clásica de los profetas que, para profetizar, se vestían «el manto de pelo”. (Zac 13,4): en particular, al profeta Elías se le reconoce por el «cinturón de cuero que le ceñía la cintura” (2 Re 1,8).

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