Cuando
Dios interviene en la historia evita cuidadosamente los lugares sagrados y sus
presuntos representantes, que se muestran siempre como los más sordos y hostiles
a su palabra.
El Señor
escoge lugares y personas normales, como escribe con gran ironía el evangelista
Lucas, que inserta las elecciones de Dios en un escenario pretendidamente redundante:
-El año quince del gobierno de Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador
de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide
y Lisanio tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, un mensaje
divino le llegó a Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto. (Lc 3,1-2).
Después
de haber presentado a los siete grandes de la tierra y haber creado en el lector
la expectativa de saber a cuál de estos poderosos se dirigiría el Señor, el evangelista
muestra que la palabra de Dios no desciende a los palacios más o menos sagrados
del poder, sino al desierto, a Juan.
Hijo de
un sacerdote, una vez llegado a la edad de veinte años, Juan debería haber ido
al sanedrín para que se verificase, mediante un cuidadoso examen, que no tenía
ninguno de los ciento cuarenta y dos posibles defectos físicos enumerados en el
libro del Levítico y fuese consagrado sacerdote, perpetuando así el sacerdocio de
su padre Zacarías.
Pero Juan
no será un hombre del culto como su padre.
Consagrado
por el Espíritu Santo ya desde el vientre de su madre, él es el profeta que, en
abierta contestación con el templo, irá a predicar al desierto la necesidad de
un cambio de vida para acoger el inminente reino de Dios El Espíritu santo, oculto en el
templo, se manifiesta con fuerza en el desierto, y el efecto de la predicación
de Juan es tal que “acudía en masa la gente de Jerusalén, de toda Judea y de la
comarca del Jordán” (Mt 3,5), respondiendo a su invitación”a un bautismo en señal
de enmienda, para el perdón de los pecados” (Mc 1,4).
Obviamente
las autoridades se cuidan bien de creer al “enviado de Dios” (Jn 1,6), cuya llamada
a la conversión será, sin embargo, acogida por la escoria de la sociedad: “los
recaudadores y las prostitutas” (Mt 21,32).
“Todos
los habitantes de Jerusalén” (Mc 1,5) comprenden que el perdón de los pecados
no es concedido por un rito litúrgico en el templo, sino por el cambio de
comportamiento, como había anunciado el profeta Isaías: “Cesad de obrar el mal,
aprended a obrar el bien ... Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán
como nieve” (Is 1, 17-18).
Y los habitantes
de Jerusalén se alejan de su ciudad, centro de la institución religiosa, para unirse
a Juan en el desierto donde, con la inmersión en el río Jordán, expresan públicamente
el compromiso de un cambio de vida que obtiene para ellos la cancelación de sus
pecados.
El éxito
popular de la predicación del Bautista será, sin embargo, también la causa de su
muerte.
Las autoridades
religiosas (“el poder de las tinieblas”,(Lc 22,53), siempre listas para
percibir las luces del Espíritu y sofocadas, están alarmadas; desde Jerusalén, los
jefes envían, junto con los sacerdotes, a los levitas, que constituían la policía
del Templo, para interrogar torpemente a Juan: “¿Tú, ¿quién eres?” (Jn 1,19).
Tranquilizados
porque Juan había respondido que no era el Mesías, “algunos de los enviados del
grupo fariseo” ponen en tela de juicio entonces su actividad: “Entonces, ¿por
qué bautizas, si no eres tú el Mesías ni Elías ni el Profera?” (Jn 1,24-25).
Aunque
no es el Mesías, Juan ha suscitado un movimiento popular considerado un peligro
para la institución religiosa, que provee a la eliminación de este antagonista
del Templo, luchando con las armas típicas del poder religioso: el descrédito
por parte de la gente y la denuncia a las autoridades civiles.
La
difamación del incómodo profeta ha sido posible también porque la sintonía
entre el Bautista y la gente ha durado poco tiempo y, antes de que Herodes le
quitase la cabeza.
Juan había perdido ya la reputación.
Pasado el
entusiasmo por el profeta demasiado exigente, la gente considera ya que Juan es
un loco que “ni come ni bebe y dicen que tiene un demonio dentro” (Mt 11,18).
Esta calumnia
ha hecho pasar a la historia a Juan el Bautista como el gran asceta que ni come
ni bebe.
Los evangelistas
afirman claramente que Juan comía, y que “se alimentaba de saltamontes y miel
silvestre” (Mt 3,4).
El Bautista
comía lo que el desierto ofrecía, sin las preocupaciones y los escrúpulos
religiosos de Judas, el heroico jefe llamado el “Macabeo” (apodo que significa “martillo”),
que, retirado al desierto, se “alimentaba solo de hierbas del campo, para no
contaminarse” (2 Mac 5,27).
La
alimentación de Juan no tiene ninguna connotación ascética y mucho menos
penitencial, pues representa el alimento habitual de los nómadas palestinenses.
Alimentarse
de saltamontes era hasta tal punto normal que se aconsejaba en la Biblia: “Podéis
comer los siguientes: la langosta en todas sus variedades ... », Lv 11,22), y
entre las especialidades culinarias de la comunidad monástica de Qumrán estaban
también las langostas “puestas en el fuego o en el agua, mientras todavía están
vivas” (Doc. Dam. 12,15).
La miel
de las abejas de la selva era, además, un alimento tan energético que se había
convertido en el signo del cuidado de Dios por su pueblo: “Los alimentó con la
cosecha de sus campos; los crió con miel silvestre, con aceite de rocas de pedernal» (Dt
32,13).
Con
relación al vestido, hecho “de pelo de camello, con una correa de cuero a la
cintura” (Mt 3,4), hay que decir que ésta era la indumentaria clásica de los
profetas que, para profetizar, se vestían «el manto de pelo”. (Zac 13,4): en
particular, al profeta Elías se le reconoce por el «cinturón de cuero que le
ceñía la cintura” (2 Re 1,8).
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