5/25/2013

CUANDO MARÍA NO SABÍA QUE ERA LA VIRGEN. Colisión en el Templo.




A pesar de que el ángel había dicho a María que Jesús «será llamado hijo de Dios» (Lc 1,35), ella y José piensan que tienen que hacerla hijo de Abrahán. 

Por esto lo circuncidan y lo llevan a Jerusalén “tal como está prescrito en la Ley del Señor” (Lc 2,23). 

Y es precisamente en el templo donde tiene lugar un suceso, el primero entre los muchos conflictos entre la Ley y el Espíritu que marcarán la vida de Jesús. 

María y José van al Templo para cumplir un rito que el Espíritu intenta impedir por ser inútil: consagrar al Señor a quien era ya el consagrado desde el momento de su concepción. 

Así, “en el momento en que entraban los padres con el niño Jesús para cumplir con él lo que era costumbre según la Ley» (Lc 2,27), Simeón, impulsado por el Espíritu, va también al Templo. 

Era inevitable que entre el profeta “impulsado por el Espíritu» (Lc 2,27) y los padres observantes que van a cumplir «todo lo que prescribía la Ley del Señor» (Lc 2,39) se produjese una colisión: Simeón quita el niño de los brazos de sus padres y pronuncia sobre él palabras que dejan pasmados al padre y a la madre de Jesús que “estaban sorprendidos por lo que se decía del niño» (Lc 2,33). 

El motivo del estupor es que Simeón afirma que Jesús no ha venido sólo para Israel, sino que será «luz para todas las naciones» (Lc 2,23). 

La luz, símbolo de vida, no se limita a iluminar un solo pueblo, sino que se extiende a toda la humanidad, paganos incluidos. 

Isaías había escrito en otro sentido. 

Había dicho que la luz del Señor brillaría solamente sobre Jerusalén y que los paganos serían sometidos sin ninguna alternativa, porque «el pueblo y el rey que no se te sometan, perecerán; las naciones serán arrasadas» (Is 60,12). 

Ahora, sin embargo, Simeón afirma que no serán los paganos los que serán arruinados, sino los hebreos, porque Jesús «está puesto para que en Israel unos caigan y otros se levanten» (Lc 2,34). 

María no comprende estas palabras pero no hay tiempo ni siquiera para comprenderlas, pues Simeón le dice: “Y a ti, tus anhelos, te los truncará una espada» (Lc 2,35). 

La espada se usa con frecuencia en el Nuevo Testamento como imagen de la incisividad de la palabra del Señor (“Tomad por casco la salvación y por espada la del Espíritu», Ef 6,17; Ap 1,16), que se describe como «viva y enérgica, más tajante que una espada de dos filos, penetra hasta la unión de alma y espíritu, de órganos y médula, juzga sentimientos y pensamientos», (Heb 4,12). 

Será la palabra de Jesús la espada que atravesará el alma y la vida de María; no comprendida, su palabra le causará sufrimiento, invitándola a hacer una elección radical. Y ya las primeras palabras que Jesús pronunciará en el evangelio serán motivo de disgusto e incomprensión para José y María, que comienza a darse cuenta de que, tal vez, las expectativas puestas en este hijo se realizarán de modo bien diferente a
como ella pensaba. Cuando por primera vez en el evangelio Jesús abre la boca, es para reprochar a la madre y a su esposo, tratándolos de ignorantes. 

Escribe Lucas que los padres de Jesús partieron de Jerusalén (adonde habían ido para la Pascua) olvidando a su hijo: “Mientras ellos se volvían, el joven Jesús se quedó en Jerusalén sin que se enteraran sus padres» (Lc 2,43). 

María no se describe como una madre-clueca, que no fomenta el crecimiento de sus propios hijos, manteniéndolos bien pegados a su falda: tanto ella como el marido parecen dejar al adolescente Jesús en libertad e independencia. Pero cuando, finalmente preocupados por su ausencia, se ponen a buscarlo «a los tres días lo encontraron en el templo sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles
preguntas» (Lc 2,46). 

Si, al verlo, ambos -quedaron impresionados», es solamente la madre la que pregunta a Jesús: “¿Por qué te has portado así con nosotros? ¡Mira con qué angustia te buscábamos tu padre y yo” (Lc 2,48). 

Jesús no solo no acepta el tirón de orejas, sino que pasa a reprochar a sus padres: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tengo que estar en lo que es de mi Padre?. 

Jesús reivindica la completa libertad de acción y recuerda a la madre que si José es su marido, no por esto es su padre, como ella había afirmado incautamente (“ tu padre y yo», Lc 2,48). 

Una vez más subraya el evangelista que “ellos no comprendieron lo que les había dicho» (Lc 2,50), y la espada, profetizada por Simeón, continúa atravesando el alma de María “para que queden al descubierto las ideas de muchos» (Lc 2,35). 

Las palabras de Jesús, aunque no comprendidas, no son rechazadas por ella que “conservaba todo aquello en la memoria” (Lc 2,51). Pero estaba todavía por llegar el momento en que la palabra de Jesús traspasaría a la madre para convertirla en discípula.

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