A lo largo
del evangelio resuena con frecuencia el reproche de Jesús a sus discípulos de ser
hombres de poca fe, llamada de atención que va dirigida en particular a Pedro,
el hombre de poca fe por excelencia (Mt 14,31).
Si para
los discípulos hay solamente reproches en el evangelio, los elogios a la fe de los
paganos y de los marginados abundan en él.
Paradójicamente,
las personas tenidas por más alejadas de Dios y de la religión son aquellas que
consiguen demostrar una verdadera fe. Aquellos que viven codo con codo con el Señor
carecen de ella.
Jesús dice
del centurión pagano que “en ningún israelita ha encontrado tanta fe» (Mt 8,10),
pero se maravilla por la total ausencia de fe de los fieles de la sinagoga de
Nazaret donde -no hizo muchas obras potentes por su falta de fe” (Mt 13,58). Sus
mismos discípulos parecen no haber hecho grandes progresos si, después de su resurrección,
Jesús se ve obligado a “echarles en cara su incredulidad y su terquedad en no
creer a los que lo habían visto resucitado» (Mc 16,14).
Por parte de los discípulos se da una visión de la fe que Jesús intenta corregir. Suponiendo que tener fe depende de la acción del Señor, éstos le piden que se la aumente: “Auméntanos la fe” es su súplica.
Pero Jesús
no está de acuerdo con esta idea. La fe no depende solamente de Dios, sino también
del hombre.
La fe no
es un don de Dios, sino la respuesta de los hombres a su amor incondicional. Por
esto, en el evangelio de Lucas, la cruda respuesta de Jesús a la petición de los
discípulos de aumentar su fe es la constatación de que éstos no tienen en modo
alguno fe: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a esa morera: 'quítate
de ahí y tírate al mar' y os obedecería” (Lc 17,6).
Jesús objeta
a los discípulos que no se trata de aumentar la fe: el problema es tenerla o no.
Y ellos no la tienen ni siquiera del tamaño de “un grano de mostaza”, semilla proverbialmente
conocida como “la más pequeña de todas las que hay en la tierra” (Mc 4,31).
Como
prueba de que la fe es la respuesta del hombre al amor de Dios, el evangelista
coloca, después de la petición de los discípulos, el episodio de los diez
leprosos.
Jesús
libera de la impureza a los diez leprosos, pero sólo “uno de ellos, viendo que
se había curado, se volvió alabando a Dios a grandes voces y se echó a sus pies
rostro a tierra, dándole las gracias” (Lc 17,15-16).
Los diez
reciben el amor que los purifica (“¿No han quedado limpios los die”, Lc 17,17).
Uno solo responde, y únicamente en este caso se habla de fe: “Levántate, vete, tu
fe te ha salvado” (Lc 17,18). La fe del leproso se manifiesta en la alabanza a Dios
y en el agradecimiento a Jesús.
Una vez
más quien demuestra fe es el individuo considerado más alejado del Señor: este
leproso de hecho “era un samaritano” (Lc 17,16), esto es, uno que pertenecía a
aquel pueblo idólatra catalogado entre los “enemigos de Dios” (Sifré Dt 41, § 331, 140a).
Pero Jesús acepta y elogia el agradecimiento del Samaritano, el hombre del que,
según el Talmud "no estaba permitido recibir don alguno" (Sheq. M. 1,5).
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