En el evangelio
más antiguo, el de Marcos, José no es nombrado; el evangelio más reciente,
el de Juan, le dedica apenas dos citas indirectas (Jesús, hijo de José, el de
Nazaret, Jn 1,45; 6,42).
Los
otros dos evangelistas no dicen ni una palabra de él y los predicadores tienen
de esta forma que exaltar con un caudal de palabras el silencio de José.
Este personaje
del evangelio no es ni siquiera conocido con el único título que los evangelistas
le reconocen, el de ser el marido de María, por cuanto muchos traductores insisten
en traducir el término griego equivalente a “marido- por «esposo», quizá porque
esposo da una idea algo más casta que marido y hace más segura la pureza de la
virgen María.
En lo
que concierne a José como padre de Jesús, los teólogos lo han privado también
de esta función, atribuyéndole el incomprensible término “putativo”, esto es, “aparente”.
Contra José
se han coaligado también los artistas que, por siglos, se han empeñado en representarlo
como un viejecito, cuyos ardores juveniles son sólo un vago recuerdo, que mira
en torno suyo con la semblanza de quien no se encuentra en modo alguno en la situación
que le ha preparado el Padre eterno: es marido de una mujer que no es su mujer,
y padre de un niño que no es su hijo.
Rebajado
a ser un esposo sin mujer y un padre sin hijo, José es devotamente nombrado en
último término en la frase con la cual se cita la familia de Nazaret, siempre
compuesta jerárquicamente, por orden de importancia, por “Jesús, María y José” .
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