7/30/2013

LOS DE BETSAIDA. (Jn1,40-50; 6,1-13). Andrés y Felipe.



Como gran parte de los lugares que ha conocido la acción de Jesús y escuchado su mensaje, también Betsaida ha respondido con la indiferencia y ha sido incluida por los evangelistas en el elenco de las ciudades para las que el Señor entona un lamento fúnebre: “¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho las potentes obras que en vosotras, hace tiempo que habrían mostrado su arrepentimiento con sayal y ceniza” (Mt 11,21). 

Nunca nombrada en los textos del Antiguo Testamento, Betsaida, “Casa de la pesca”  había sido elevada al rango de ciudad a la muerte del Rey Herodes el Grande por su hijo Filipo -aumentando sus habitantes y fortificando sus murallas” (Antigüedades 18,28). 

Esta ciudad es la patria de tres discípulos de Jesús: Simón, su hermano Andrés y Felipe. Mientras Simón es un nombre hebreo cargado de historia, nombre del patriarca, cabeza de estirpe de una de las doce tribus de Israel, Andrés y Felipe son nombres griegos. Esto es un indicio de que en Betsaida, ciudad de frontera y ciertamente en estrecho contacto con el mundo pagano, las tradiciones eran menos rígidas que en otras partes y, dentro de la misma familia, podía darse que un hijo llevase un nombre hebreo y otro, uno griego. 

La figura de Andrés (del griego andreas, “viril, valeroso”), incluso oscurecida por su hermano Simón, más famoso, tiene en el evangelio de Juan gran importancia, por ser el primero de los doce elegidos por Jesús. 

Andrés, junto con el discípulo anónimo identificable con aquél  “a quien Jesús amaba” (Jn 13,23), era discípulo de Juan el Bautista y se encontraba con él cuando Juan señaló a Jesús como “el cordero de Dios” (Jn 1,36). Andrés y el otro discípulo comprenden que su maestro los invita a seguir a Jesús, definido como “el Cordero de Dios” porque, como el cordero que comían los hebreos la noche de la liberación de la esclavitud de Egipto, su sangre los liberaría de la muerte y su carne les daría la fuerza para iniciar el éxodo hacia la libertad. 

Entusiasmados por el encuentro con el Mesías, Andrés y el otro discípulo desde -aquel mismo día se quedaron a vivir con él” (Jn 1,39). Luego Andrés va a comunicar la importante noticia a su hermano Simón, que no muestra ni alegría ni curiosidad alguna. Y Andrés, confiado a pesar de eso, logra llevar a su hermano ante Jesús. 

También Felipe (del griego, philippos “amante de los caballos”), el tercer discípulo invitado por Jesús para seguirlo, corre enseguida hasta Natanael para informarle del encuentro mantenido, tratando de contagiado con su entusiasmo: «Hemos encontrado al descrito por Moisés en la Ley y por los Profetas: es Jesús, hijo de José, el de Nazaret”(Jn 1,45). 

Si Simón se quedó completamente indiferente con la noticia comunicada por su hermano, Natanael se muestra incrédulo. De todo el anuncio parece haberle llamado la atención solamente el lugar de proveniencia del Mesías: Nazaret. 

Natanael, que proviene de Caná, aldea que dista apenas seis kilómetros de Nazaret, expresa todo su escepticismo: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1,45-46). 

La tradición enseñaba que el Mesías saldría de la “casa de David”, de Judea, y era inconcebible pensado proveniente de la desconocida Nazaret, en la Galilea de mala fama (“Estudia y verás que de Galilea no salen profetas”, Jn 7,52). 

Como persona práctica, Felipe no pierde tiempo en argumentaciones convincentes, sino que invita a Natanael  a conocer a Jesús en persona para que después decida: “Ven a verlo» (Jn 1,46). 

Pero el discípulo que ahora invita a Natanael a ver a Jesús, es ciertamente el mismo que se mostrará incapaz de llegar al verdadero conocimiento del Señor. 

La última mención de Felipe en el evangelio de Juan tiene lugar cuando este discípulo, caracterizado por su mentalidad práctica, dirige a Jesús la petición: “Haz que veamos al Padre y nos basta” (Jn 14,8). 

y Jesús, sorprendido por esta pregunta, replica a Felipe: “Tanto tiempo como llevo con vosotros y ¿no has llegado a conocerme, Felipe? Quien me ve a mí está viendo al Padre” ; ¿cómo dices tú: ¿Haz que veamos al Padre?. 

Jesús invita al discípulo que “tiene ojos para ver, pero no ve” (Ez 12,2) a desembarazarse de toda idea sobre Dios que no coincida con cuanto ha visto y escuchado en él, porque “a la divinidad nadie la ha visto nunca; un Hijo único, Dios, el que está de cara al Padre, él ha sido la explicación» (Jn 1,18). 

Felipe ha reconocido en Jesús al Mesías, al enviado de Dios, y lo ha seguido diligentemente, pero ahora no ha comprendido que en Jesús se manifiesta Dios y que no hay necesidad de otra visión del Padre distinta de aquella que se manifiesta en el Hijo: viendo a Jesús se ve a Dios.

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