Como
gran parte de los lugares que ha conocido la acción de Jesús y escuchado su
mensaje, también Betsaida ha respondido con la indiferencia y ha sido incluida
por los evangelistas en el elenco de las ciudades para las que el Señor entona
un lamento fúnebre: “¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro
y en Sidón se hubieran hecho las potentes obras que en vosotras, hace tiempo
que habrían mostrado su arrepentimiento con sayal y ceniza” (Mt 11,21).
Nunca
nombrada en los textos del Antiguo Testamento, Betsaida, “Casa de la pesca” había sido elevada al rango de ciudad a la muerte del Rey Herodes el Grande por su hijo Filipo -aumentando sus habitantes y fortificando sus murallas” (Antigüedades 18,28).
Esta
ciudad es la patria de tres discípulos de Jesús: Simón, su hermano Andrés y
Felipe. Mientras Simón es un nombre hebreo cargado de historia, nombre del patriarca, cabeza de estirpe de una de las doce tribus de Israel, Andrés y Felipe son nombres griegos. Esto es un indicio de que en Betsaida, ciudad de frontera y ciertamente en estrecho contacto con el mundo pagano, las tradiciones eran menos rígidas que en otras
partes y, dentro de la misma familia, podía darse que un hijo llevase un nombre hebreo y otro, uno griego.
La
figura de Andrés (del griego andreas, “viril, valeroso”), incluso oscurecida por su hermano Simón, más famoso, tiene en el evangelio
de Juan gran importancia, por ser el primero de los doce elegidos por Jesús.
Andrés,
junto con el discípulo anónimo identificable con aquél “a quien Jesús amaba” (Jn 13,23), era
discípulo de Juan el Bautista y se encontraba con él cuando Juan señaló a Jesús
como “el cordero de Dios” (Jn 1,36). Andrés y el otro discípulo comprenden que su maestro los invita a seguir a Jesús, definido como “el Cordero de Dios” porque, como el cordero que comían los hebreos la noche de la liberación de la esclavitud de Egipto, su sangre los liberaría de la muerte y su carne les daría la fuerza para iniciar el éxodo hacia la libertad.
Entusiasmados
por el encuentro con el Mesías, Andrés y el otro discípulo desde -aquel mismo
día se quedaron a vivir con él” (Jn 1,39). Luego Andrés va a comunicar la
importante noticia a su hermano Simón, que no muestra ni alegría ni curiosidad
alguna. Y Andrés, confiado a pesar de eso, logra llevar a su hermano ante
Jesús.
También
Felipe (del griego, philippos “amante de los caballos”), el tercer
discípulo invitado por Jesús para seguirlo, corre enseguida hasta Natanael para
informarle del encuentro mantenido, tratando de contagiado con su entusiasmo: «Hemos
encontrado al descrito por Moisés en la Ley y por los Profetas: es Jesús, hijo de José, el de Nazaret”(Jn 1,45).
Si
Simón se quedó completamente indiferente con la noticia comunicada por su hermano,
Natanael se muestra incrédulo. De todo el anuncio parece haberle llamado la atención
solamente el lugar de proveniencia del Mesías: Nazaret.
Natanael,
que proviene de Caná, aldea que dista apenas seis kilómetros de Nazaret, expresa todo su escepticismo: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1,45-46).
La tradición
enseñaba que el Mesías saldría de la “casa de David”, de Judea, y era inconcebible pensado proveniente de la desconocida
Nazaret, en la Galilea de mala fama (“Estudia y verás que de Galilea no salen
profetas”, Jn 7,52).
Como
persona práctica, Felipe no pierde tiempo en argumentaciones convincentes, sino
que invita a Natanael a conocer a Jesús en persona para que después decida: “Ven a verlo» (Jn 1,46).
Pero el
discípulo que ahora invita a Natanael a ver a Jesús, es ciertamente el mismo
que se mostrará incapaz de llegar al verdadero conocimiento del Señor.
La
última mención de Felipe en el evangelio de Juan tiene lugar cuando este
discípulo, caracterizado por su mentalidad práctica, dirige a Jesús la petición:
“Haz que veamos al Padre y nos basta” (Jn 14,8).
y Jesús,
sorprendido por esta pregunta, replica a Felipe: “Tanto tiempo como llevo con
vosotros y ¿no has llegado a conocerme, Felipe? Quien me ve a mí está viendo al
Padre” ; ¿cómo dices tú: ¿Haz que veamos al Padre?.
Jesús invita
al discípulo que “tiene ojos para ver, pero no ve” (Ez 12,2) a desembarazarse
de toda idea sobre Dios que no coincida con cuanto ha visto y escuchado en él, porque
“a la divinidad nadie la ha visto nunca; un Hijo único, Dios, el que está de cara
al Padre, él ha sido la explicación» (Jn 1,18).
Felipe
ha reconocido en Jesús al Mesías, al enviado de Dios, y lo ha seguido diligentemente,
pero ahora no ha comprendido que en Jesús se manifiesta Dios y que no hay necesidad
de otra visión del Padre distinta de aquella que se manifiesta en el Hijo: viendo
a Jesús se ve a Dios.
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