La
primera vez que el Señor se encuentra casualmente con uno de estos individuos
tan despreciados, el evangelista escribe que “Jesús vio un hombre sentado al
mostrador de los impuestos” (Mt 9,9).
El hijo
de Dios, que no juzga según las categorías morales (un ladrón), o religiosas
(un pecador), ve “un hombre”.
El Salvador,
en lugar de dirigir al excluido de la salvación palabras de reproche por su
actividad pecaminosa, lo invita a seguirlo (“Sígueme”, Mt, 9,9), exactamente
como hizo con los primeros discípulos (“Seguidme”, Mt 4,19).
El
nombre del recaudador es Mateo, que significa en hebreo “don de Yahvé”: la
llamada del Señor no se debe a los méritos del publicano, sino que es un regalo
de la misericordia de Dios.
El
escándalo de la invitación a “Mateo el publicano” (Mt 10,3) para formar parte
de los doce apóstoles se agrava por el hecho de que Jesús no invita al pecador
a hacer penitencia por su pasado, sino a celebrar festivamente el presente: “Sucedió
que estando él reclinado a la mesa en la casa, acudió un buen grupo de
recaudadores y descreídos y se reclinaron con él y sus discípulos» (Mt 9,10).
En los
banquetes festivos, se acostumbraba a comer reclinados sobre camillas, apoyados
sobre el codo derecho, mientras que con la mano izquierda se tomaba el alimento
de una única fuente grande colocada en el centro.
Este
modo de comer en el mismo plato era posible solo con personas con las que se
tuviese una gran familiaridad e indicaba plena comunión con ellas.
La
religión prohibía comer con una persona inmunda, porque, desde el instante en
que ésta mojaba del plato común, todo el alimento se hacía impuro y la impureza
se transmitía a los que comían con él.
A esta comida
se unen recaudadores como Mateo y “pecadores”, definición con la que se indicaba
genéricamente a todos los que no querían o no podían observar las prescripciones
de la Ley.
El
piadoso salmista suspira: “Ay, si Dios suprimiese a todos los pecadores” (Sal 139,19).
El Dios
que se manifiesta en Jesús no sólo no quita la vida a los pecadores, sino que
les comunica la suya.
No es
necesario que el pecador se purifique para ser digno de acoger al Señor, sino
que la acogida de Jesús, el “Dios con nosotros” (Mt 1,23), lo hará puro.
En la
comida en común con los pecadores se realiza cuanto Jesús había dicho: “Os digo
que vendrán muchos de Oriente y Occidente a sentarse a la mesa con Abrahán,
Isaac y Jacob en el reino de Dios; en cambio, a los destinados al reino los echarán afuera, a
las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes ... (Mt 8,11-12).
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