8/01/2013

EL BANQUETE DE LOS PECADORES (Mt 9,9-17). Aquellos que comen...



La primera vez que el Señor se encuentra casualmente con uno de estos individuos tan despreciados, el evangelista escribe que “Jesús vio un hombre sentado al mostrador de los impuestos” (Mt 9,9). 

El hijo de Dios, que no juzga según las categorías morales (un ladrón), o religiosas (un pecador), ve “un hombre”. 

El Salvador, en lugar de dirigir al excluido de la salvación palabras de reproche por su actividad pecaminosa, lo invita a seguirlo (“Sígueme”, Mt, 9,9), exactamente como hizo con los primeros discípulos (“Seguidme”, Mt 4,19). 

El nombre del recaudador es Mateo, que significa en hebreo “don de Yahvé”: la llamada del Señor no se debe a los méritos del publicano, sino que es un regalo de la misericordia de Dios. 

El escándalo de la invitación a “Mateo el publicano” (Mt 10,3) para formar parte de los doce apóstoles se agrava por el hecho de que Jesús no invita al pecador a hacer penitencia por su pasado, sino a celebrar festivamente el presente: “Sucedió que estando él reclinado a la mesa en la casa, acudió un buen grupo de recaudadores y descreídos y se reclinaron con él y sus discípulos» (Mt 9,10). 

En los banquetes festivos, se acostumbraba a comer reclinados sobre camillas, apoyados sobre el codo derecho, mientras que con la mano izquierda se tomaba el alimento de una única fuente grande colocada en el centro. 

Este modo de comer en el mismo plato era posible solo con personas con las que se tuviese una gran familiaridad e indicaba plena comunión con ellas. 

La religión prohibía comer con una persona inmunda, porque, desde el instante en que ésta mojaba del plato común, todo el alimento se hacía impuro y la impureza se transmitía a los que comían con él. 

A esta comida se unen recaudadores como Mateo y “pecadores”, definición con la que se indicaba genéricamente a todos los que no querían o no podían observar las prescripciones de la Ley. 

El piadoso salmista suspira: “Ay, si Dios suprimiese a todos los pecadores” (Sal 139,19). 

El Dios que se manifiesta en Jesús no sólo no quita la vida a los pecadores, sino que les comunica la suya.
No es necesario que el pecador se purifique para ser digno de acoger al Señor, sino que la acogida de Jesús, el “Dios con nosotros” (Mt 1,23), lo hará puro. 

En la comida en común con los pecadores se realiza cuanto Jesús había dicho: “Os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente a sentarse a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de Dios; en cambio, a los destinados al reino los echarán afuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes ... (Mt 8,11-12).

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