El relato comienza con la descripción que
hace el evangelista del rico, contenida en un solo versículo: -Había un hombre
rico que se vestía de púrpura y lino, y banqueteaba todos los días espléndidamente" (Lc 16,19).
El rico
no tiene nombre, porque es un personaje representativo de cuantos llevan una
existencia de lujo consagrada al dios consumo.
En este
eficaz retrato emerge una gran hambre interior que el rico trata de sosegar con
bufonadas.
El esplendor
exterior de sus vestidos sirve sólo para enmascarar su desnudez interior: no teniendo
nada dentro, trata de aparecer todo por fuera.
La
suntuosidad de su existencia esconde la miseria de su vida, típico de quien «amontona
riquezas para sí y no es rico para con Dios" (Lc 12,21).
Piensa ser rico y no tener necesidad de nada
«pero no sabe que es un desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo» (Ap
3,17).
A la
puerta de la casa del rico yace un mendigo, cuyo nombre, Lázaro, significa “Dios
ayuda”.
El
hecho de que Lázaro sea el único personaje de todas las parábolas evangélicas
que tenga un nombre, subraya su significado teológico.
El
evangelista presenta dos personas, que, según la espiritualidad judía, son
respectivamente benditas y malditas de Dios.
La
Biblia enseñaba que el Señor, que crea al rico y al pobre (Prov 22,2), premia a
los buenos concediéndoles grandes riquezas y castiga a los malvados
reduciéndolos a la pobreza (“Rescate de la vida de un rico es su riqueza, pero
al pobre no le importan las amenazas» Prov 13,8).
La
culpabilidad del pobre se confirma por la descripción que hace el evangelista
del mendigo, «cubierto de llagas». Un hombre con llagas era considerado un
castigado de Dios (Dt 28,35), intocable, una persona impura que contaminaba con
su impureza a todos los que se le acercaban.
La
única compañía la encuentra el impuro en seres que, como él, eran considerados
inmundos: “los perros que se le acercaban para lamerle las llagas» (Lc 16,21),
los únicos que le mostrarían un mínimo de compasión.
Jesús
prosigue la
narración diciendo que «se murió el pobre» (Lc 16,22).
Los
fariseos se esperaban que Jesús colocase a Lázaro entre los condenados,
pues como pobre y con llagas era considerado un pecador castigado por Dios.
Con
gran estupor suyo, Jesús afirma que «los ángeles lo reclinaron a la mesa
de Abrahán” (Lc 16,22).
Ahora
ya no hay criaturas inmundas, como los perros, que se ocupen del intocable,
sino que son los ángeles, los seres considerados más próximos a la santidad de
Dios.
La
sorpresa continúa con la muerte del rico. Considerado como un justo bendecido
por Dios, el rico ha sido enterrado solemnemente, pero ahora yace en la parte
más profunda del “hades”, o “sheol” hebreo, la morada de los muertos.
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