Los
primeros cristianos estaban hasta tal punto convencidos de poseer una vida más fuerte
que la muerte que creían estar ya resucitados y estar “sentados en los cielos »
(Ef 2,6; Col 3,1). Convicción que era formulada de este modo en un evangelio apócrifo:
“Quien dice: 'primero se muere y después se resucita, se engaña'. Si no se resucita
mientras se está aún en vida, tras morir, no se resucita ya» (Evangelio de Felipe,
90).
Jesús,
que ha comunicado a los discípulos su vida, pide a Marta ser capaz de ver los efectos
de esta vida indestructible también en la muerte del hermano y le pregunta: «¿Crees
esto? (Jn 11,26).
Recibida
la respuesta afirmativa, tiene que convencer ahora a la otra hermana, María, que
está llorando con los judíos.
Y comienza
a llorar también Jesús.
Si el
llanto parece general, las motivaciones son diferentes. Para ponerlas de
relieve el evangelista usa dos verbos distintos para “llorar”.
Para el
llanto, que es común a María y a los judíos, utiliza el verbo griego que
expresa el lamento de quien no tiene ya esperanza, como el llanto de Raquel que
se desespera por sus hijos ”porque ya no existen » (Mt 2,18), o el de Jesús por el trágico
destino de Jerusalén (Lc 19,41).
Para el
llanto de Jesús, el evangelista usa el verbo con el que se expresa dolor, pero
no desesperación.
Mientras
el lamento de María y de los judíos es signo de desconsuelo por la muerte a la
que consideran el fin de todo, las lágrimas de Jesús manifiestan su sufrimiento
por la desaparición del amigo.
En esta
oscura situación Jesús toma la iniciativa y pregunta: «¿Dónde lo habéis puesto?
Lc contestaron: Ven a verlo, Señor” (Jn 11,34).
Marta y
María responden con las mismas palabras con las que Jesús había invitado a sus
primeros discípulos a morar con él: “Venid y lo veréis » (Jn 1,39).
Mientras
las palabras de Jesús indicaban a los discípulos el lugar de la vida, las
mismas palabras en boca de los discípulos conducen hacia el lugar de la muerte.
y Jesús,
estremeciéndose frente a la torpeza de los discípulos que están “afligidos como esos otros que no tienen esperanza”
(1 Tes 4,13), se llega a la tumba donde han puesto a Lázaro.
Este sepulcro
«era una cueva con una losa puesta en la entrada» (Jn 11,38).
La importancia
de la piedra está subrayada por la repetición por tres veces de este término en
la narración (Jn 11,38.39.41).
La piedra,
puesta en la entrada del sepulcro, separaba definitivamente el mundo de los vivos
del de los muertos e indicaba el fin de todo (“poner una piedra encima”).
Por esto
la primera orden de Jesús es la de quitar la piedra que impedía todo contacto entre
el muerto y los vivos.
A esta
orden la fe de Marta vacila y ella replica a Jesús: -Señor, ya huele mal, lleva
cuatro días» (Jn 11,39).
En la respuesta
que Jesús da se encierra el significado de toda la narración: «¿No te he dicho que
si crees verás la gloria de Díos?” (Jn 11,40).
Pero en
el coloquio tenido con Marta, Jesús no le había hablado de la «gloria de Dios»,
sino de una vida capaz de superar la muerte (“El que me presta adhesión, aunque
muera, vivirá», Jn 11,25).
El evangelista
quiere hacer comprender que en esta vida indestructible se hace visible la acción
de Dios, la «gloria», que hace posible «ver» sólo si se cree.
La resurrección
de Lázaro depende de la fe de la hermana: «Si crees ... verás».
Si Marta
no cree, no verá nada.
Para cuantos
no creen, el sepulcro permanece cerrado y Lázaro permanece muerto y podrido en espera
de la «resurrección del último día».
Condicionando
la resurrección de Lázaro a la fe de Marta, el evangelista quiere hacer comprender
que lo que sigue no es tanto un suceso histórico, cuanto teológico; no mira a la crónica de los hechos, sino a la fe.
Una vez
que las hermanas del muerto deciden quitar la piedra puesta sobre el sepulcro, se
abren finalmente a la vida.
Y Jesús,
dando gracias al Padre que libra de la muerte, «gritó muy fuerte: «¡Lázaro, ven
fuera!” (Jn 11,43).
Jesús
había anunciado que llegaría la hora en que todos los que estaban en los
sepulcros oirían su voz y saldrían de ellos.
“Salió el
muerto con las piernas y los brazos atados con vendas» (Jn 11,44).
Esta
descripción de Lázaro se remonta a la imagen del más allá según la cual el
difunto es prisionero de la muerte (“Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron
los lazos del abismo», Sal 116,3).
La
última orden dada por Jesús es: “Desatadlo y dejadlo que se marche» (Jn 11,44).
Contrariamente
a lo que los presentes se esperaban, Jesús no devuelve a Lázaro a las hermanas
y ni siquiera pide acogerlo y festejar su vuelta a la vida.
Una vez
que Lázaro ha sido librado de las vendas que lo tenían prisionero en el mundo
de la muerte, debe ser dejado ir.
El
verbo “ir”, usado para Lázaro, es el mismo utilizado por el evangelista para
indicar el camino de Jesús hacia el Padre (Jn 8,14; 13,3).
Lázaro debe
proseguir su camino hacia el Padre y continuar en la esfera de Dios su
existencia, en un progresivo crescendo de vida junto al que puede hacer
mucho más sin comparación de lo que pedimos o concebimos» (Ef 3,20).
El evangelista
invita a los discípulos a un cambio de mentalidad.
Soltando
a Lázaro de las vendas que lo tienen prisionero en la tumba, la comunidad se
libera de la creencia judía según la cual la muerte era el fin de todo y se
abre a la novedad cristiana, según la cual la muerte es el inicio de una nueva
vida.
Paso
que no será posible mientras se esté llorando delante del sepulcro: “¿Por qué
buscáis entre los muertos a quien vive?” (Lc 24,5).
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