9/05/2013

EL CERDO Y LA ZORRA (Mt 2; Mc 6,14-16). La caña agitada por el viento.



Sintiendo ahora acercarse el fin, Herodes sabía que el pueblo festejaría su muerte y se puso a pensar cómo darle motivos de duelo. 

Invitó mediante un engaño a los personajes más conocidos de cada aldea y los recluyó en el hipódromo de Jericó. Luego “mandó venir a su hermana Salomé con su marido y les dijo: “Sé que los judíos harán fiesta por mi muerte, pero yo conozco el modo de hacerles llorar por otros motivos y conseguir de este modo un gran luto, si vosotros estáis dispuestos a seguir mis disposiciones. Cuando yo muera, rodeadlos inmediatamente de soldados y matad a aquellos que están recluidos, de modo que toda Judea y cada familia, incluso no queriendo, tengan que llorar por mi muerte» (Guerra 1, 33, 6). 

Apenas cinco días antes de morir, Herodes cometió su último delito: viendo que Antípatro, su primogénito, se preparaba ya para rey, lo hizo matar. 

Finalmente, muerto también el rey Herodes, José, que se había refugiado en Egipto con María y el niño, no se fió de volver con su familia a Judea, donde reinaba Arquelao, cruel  y sanguinario como su padre, y subió a Galilea, a la tetrarquía heredada por Herodes Antipas. 

Antipas, forma contracta de Antípatro, significa “como el padre”, pero éste se revelará más peligroso que su padre, porque lo que no llevó a cabo Herodes el Grande lo conseguiría su hijo, bajo cuyo poder moriría Jesús. 

En los evangelios, Jesús se refiere a Herodes Antipas sólo dos veces y las dos de modo negativo.          ,
Hablando a las muchedumbres de Juan el Bautista, Jesús lo contrapone a su asesino, preguntando: “¿Qué salisteis a contemplar en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento?” (Lc 7,24). 

La expresión de Jesús se refiere a la moneda que Herodes Antipas había hecho acuñar con ocasión de la fundación de Tiberíades como nueva capital. Estando prohibido a los judíos reproducir figuras humanas, en lugar de la imagen del tetrarca, junto a la inscripción, aparecía una caña, elemento típico del lago de Galilea.
La caña agitada por el fuerte viento del lago se había convertido en el emblema satírico de este poderoso, débil de carácter, un indeciso que, entre varias posibles soluciones, terminaba infalible mente eligiendo siempre la peor. 

De su padre, Antipas no había heredado el ingenio, sino la firmeza en el obrar. 

Dudando entre continuar residiendo en la capital de Galilea, Séforis, situada en la zona montañosa a pocos kilómetros de Nazaret, o construir una ciudad más bella, decidió, al fin, edificar una nueva capital, a la orilla del lago de Galilea, llamada Tiberíades en honor del emperador. 

Para hacerla, Herodes escogió el terreno menos adecuado: un cementerio. Considerado lugar impuro, los judíos se negaron a residir en ella y Herodes se vio obligado a poblar la ciudad con gente promiscua, llevada por fuerza a la nueva capital.

Herodes se había casado con la hija del rey de Petra, pero, en un viaje a Roma, cayó en las garras de su ambiciosa cuñada Herodías, mujer de su hermano Filipo. 

Como una caña que se doblega al viento que sopla más fuerte, Herodes fue convencido por Herodías para que repudiase a su mujer. 

Ésta, cuando se enteró de la intriga, huyó con su padre, que le declaró la guerra a Herodes, para lavar la afrenta sufrida y le destruyó el ejército. 

En esta derrota, muchos judíos vieron un castigo divino por el asesinato de Juan el Bautista, vicisitud en la que sobresale el carácter indeciso de Herodes: “Éste respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo tenía protegido. Cuando lo escuchaba quedaba perplejo, pero le gustaba escucharlo” (Mc 6,20).
Según los evangelistas, quien había pedido la cabeza del Bautista había sido Herodías, que se sentía en peligro a causa de la constante denuncia de Juan el Bautista, que decía a Herodes: “No te está permitido tener como tuya la mujer de tu hermano» (Mc 6,18). 

Cortada la cabeza al profeta, Herodes perdió la suya. Obsesionado por el fantasma del Bautista, Herodes estaba convencido de que éste había resucitado (“Aquel Juan a quien yo le corté la cabeza, ése ha resucitado», Mc 6,16). 

Lo que causaba las pesadillas a Herodes era la fama creciente de Jesús, que el tetrarca veía como un muerto resucitado, que había que matar de nuevo. Y es, justamente con ocasión de estos planes homicidas, cuando Jesús vuelve a hablar de Herodes. 

Esperando amedrentarlo y, de este modo, desembarazarse de él, algunos fariseos avisaron a Jesús del grave peligro que estaba corriendo y lo invitaron a huir: “Vete, márchate de aquí, que Herodes quiere matarte” (Lc 13,31). 

Jesús no se preocupó de la amenaza y confirmó a los fariseos su propósito de continuar su camino. Luego refiriéndose a Herodes, lo definió ”zorra” (“id a decirle a esa zorra”, Lc 13,32), indicando no la astucia del tetrarca, sino su nulidad como persona. Para los hebreos, de hecho, la zorra no era el animal símbolo de la astucia, sino el más insignificante que existía (“Es mejor ser la cola de un león que la cabeza de una zorra», Pirqé Abot 4,20). 

El miedo de Herodes cesó solamente cuando Jesús fue capturado y le fue enviado de parte de Pilato. Cuando el prefecto romano se encontró de cara al hombre acusado de querer ser “el rey de los judíos» (Lc 23,3), había pensado matar dos pájaros de un tiro: quitarse un problema y dar una lección a Herodes. Era de sobra conocida la frustración del tetrarca por no conseguir obtener el ambicionado título de rey, y Pilato, enviándole a Jesús, le muestra qué fin consiguen los aspirantes al trono. 

Después de haber insultado y haberse mofado de Jesús, Herodes devuelve a Pilatos al aspirante “rey de los judíos”, revestido con “un ropaje espléndido» (Lc 23,11), el inútil manto real, haciéndole ver que había comprendido la lección, que el prefecto le había dado.

Las tensiones, que antes existían entre el representante del emperador y el pretendiente al trono, se disolvieron y “aquel día se hicieron amigos Herodes y Pilatos” (Lc 23,12). 

Pero Herodes, librado de su padre, de su suegro, de Juan Bautista, de Jesús y de Pilato no se percató de que el enemigo lo tenía a su lado. 

Con una insistencia cotidiana, Herodías, provocaba continuamente al marido y lo incitaba a embarcarse para Roma para pedir la corona: no era tolerable que “Herodes, hijo de un rey, que, por su nacimiento real, era llamado a igual honor se contentase con vivir como un ciudadano común hasta el final de su vida» (Antigüedades 18, 241-243). 

La caña agitada por el viento se plegó completamente al huracán Herodías y Herodes cedió a las insistencias de su mujer de obtener “un trono a cualquier costo” (Antigüedades 18, 245). 

Olvidándose de la lección dada por Pilato al aspirante rey, Herodes partió para Roma, donde el emperador Calígula no sólo no le concedió la corona, sino que le quitó la tetrarquía y lo condenó con la mujer “al exilio perpetuo en Lión, ciudad de la Galia” (Antigüedades, 18, 252), donde encontró la muerte probablemente por orden del mismo emperador (Guerra 2, 9, 183).

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