9/11/2013

EMINENCIA GRIS (Jn 11,46-53; 18,19-24). Anás y Caifás.

                  Entre Dios y sus representantes ha habido siempre incompatibilidad.

                  Mientras Dios se revelaba a Moisés sobre el monte Sinaí, Aarón, el primer sumo sacerdote, pervertía al pueblo fabricando "un novillo de fundición" para el Señor: "Ese es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto" (Éx 32,1-8).

                  Cuando se manifesetó plenamente en el Hijo, fue también un sumo sacerdote, Caifás, quien engañó al pueblo afirmando, con toda su autoridad, que sería conveniente sacrificar a Jesús por el bien de la nación.

                   Jesús, cuando subió por primera vez a Jerusalén, afirmó claramente en el templo que tenía el propósito de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,49).

                   También el sumo sacerdote de entonces, Anás (en hebreo, Ananía: "Yahvé ha tenido piedad") pretendía realizar los deseos de su padre "el diablo, que ha sido homicida desde el principio" (Jn 8,44), y había transformado la casa de Dios en una "cueva de ladrones" (Lc 19,46), donde se veía de todo.

                    De la literatura del tiempo emerge un cuadro desolador de los sacerdotes, que "roban al Señor las ofrendas y enseñan sus leyes por codicia" (Testamento de Leví 14,5-8). No hay crimen que ellos no hayan preparado en el templo y "y no hubo ningún pecado que no cometieran más que los paganos" (Salmos de Salomón 8,13).

                    Jesús intentó acabar con este sistema.
                    El sistema acabó con Jesús.

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