9/04/2013

UN CASO DESESPERADO (Lc 18,9-14; 19,1-10). Profesionales de lo sagrado.

        
                      Para hacer comprender este cambio radical en las relaciones con Dios, Jesús narra una parábola dirigida a aquellos que, persuadidos de ser gratos al Señor, gracias a sus esfuerzos, "estaban plenamente convencidos de estar a bien con Dios y despreciaban a los demás" (Lc 18,9).

                      En la parábola Jesús pone en escena dos conductas opuestas de la vida religiosa: la de uno perteneciente al grupo de los fariseos, considerados profesionales de lo sagrado y modelos de santidad, y la del pecador por excelencia, el recaudador.

                      Ambos suben al templo a orar. Pero ninguno de los dos lo hace.

                      "El fariseo se plantó y se puso a orar para sus adentros" (Lc 18,11).

                      El fariseo, colocado en la presencia del Señor, permanece centrado sobre sí mismo. Aunque las palabras de su oración se dirigen a Dios, en realidad son un complacido soliloquio sobre la santidad propia.

                     Más clérigo que los clérigos, el fariseo practicaba en la vida cotidiana las complicadas reglas de pureza requeridas a los sacerdotes en el limitado período en que éstos prestaban servicio en el Templo.

                     Por su vida regulada por seiscientos trece mandamientos, el fariseo se consideraba un elegido y hacía de su santidad la medida para juzgar a los otros: "Dios mío, te doy gracias por no ser como los demás: ladrón, injusto o adúltero" (Lc 18,11).

                     Es verdad.

                     Él no es como los otros hombres.

                     Es peor.

                     También el fariseo es codicioso, injusto y adúltero "como los otros hombres", pero, lo que es más grave, lo es en nombre de Dios.

                      Cegado por las trabas de sus propios méritos, el fariseo no descubre su codicia denunciada de este modo por Jesús: "De modo que vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis repletos de robos y maldades" (Lc 11,39).

                     Jesús revela incluso que el desvarío del fariseo de ostentar su justicia delante de los hombres sirve en realidad solo para enmascarar su profunda injusticia de cara a Dios: "Vosotros sois los que os las dais de intachables ante la gente, pero Dios os conoce por dentro, y ese encumbrarse entre los hombres le repugna a Dios" (Lc 16,15).

                    Es ciertamente dentro del templo, alabándose y glorificándose a sí mismo en lugar de a Dios, donde el fariseo usurpa el puesto del Señor y comete el pecado de idolatría, considerado el verdadero y auténtico adulterio.

                   Considerándose un modelo de santidad, el fariseo lanza una mirada esquiva al recaudador y, satisfecho pr la abismal distancia que lo separa de aquel infame, continúa haciendo el elenco de sus inútiles méritos.

                    Centradas en las prácticas de piedad, ninguna de las acciones de las que se jacta el fariseo mira al prójimo.

                    "Ayuno dos veces por semana" (Lc 18,12).

                    El ayuno anual, impuesto para el día de la Expiación (Lv 16,31), la tradición había añadido otros cuatro días de ayuno en recuerdo de las catástrofes nacionales (Zac 7,3-5); pero los fariseos, después, para distinguirse del resto del pueblo, ayunaban lunes y jueves en recuerdo de la subida y de la bajada de Moisés del monte Sinaí.

                   El fariseo prosigue la piadosa enumeración de sus obras meritorias con la jactancia de pagar el diezmo al templo, no sólo de lo que estaba establecido por la Ley, sino de todo lo que posee.

                   Aquellas prácticas, que son motivo de orgullo para el fariseo, a los ojos del Señor no son otra cosa que "pérdidas" (Flp 3,8), como reconocerá a su tiempo Saulo, el fariseo arrepentido, que confesará: "Eso tiene fama de sabiduría por sus voluntarias devociones, humildades y severidades con el cuerpo; pero, en realidad, no tiene valor ninguno, sirve para cebar el amor propio" (Col 2,23).

                  También el recaudador había subido al templo con la intención de orar, pero no se atreve a hacerlo: "El recaudador, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; se daba golpes de pecho diciendo: "¡Dios mío, ten piedad de este pecador!" (Lc 18,13).

                  Ambos protagonistas de la parábola viven en una condición de cerrazón a Dios: el fariseo, en cuanto ídolo y dios de sí mismo, se cierra al Señor que pide "amor y no sacrificios" (Os 6,6); el recaudador, porque convive cotidianamente con el engaño y el hurto.

                 La parábola dirigida a aquellos que se consideraban "justos" (Lc 18,9), termina con una sentencia paradójica: Jesús afirma que el recaudador, a diferencia del fariseo, "bajó a su casa a bien con Dios" (lit. "justificado", Lc 18,14).

                 El Señor, que desde siempre "colma de bienes a los hambrientos y a los ricos los despide de vacío", envuelve con su amor al pecador y rechaza al fariseo y a toda su mercancía religiosa: ¿Por qué entráis a visitarme? ¿Quién piede algo de vuestras manos cuando pisáis mis atrios? No me traigáis más dones vacíos... Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé" (Is 1,12-13.15).


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